El karma de vivir al sur de Santiago: Una crónica de San Bernardo, donde la vida barre y vuelve
Escrito por RADIO JGM el mayo 6, 2025
A San Bernardo no lo mata la delincuencia, como dicen en la tele. Lo asfixian, día a día, el polvo que se cuela hasta los huesos, el rumor sordo de las máquinas y el veneno invisible de las industrias. Las cifras lo confirman, pero aquí no hacen falta estudios: basta respirar. Las enfermedades respiratorias no son una casualidad ni un castigo del clima; son la firma impune de las industrias. Melón, BSA, Hormisur, GRAU: nombres que en las calles se pronuncian con resignación, sabiendo que su humo no respeta ni la hora del almuerzo.
Por Amaya Leppe Sánchez
El polvo cae como un castigo viejo. Una mujer barre la entrada de su casa, convencida de que esta vez, podrá despejarlo todo. Pero un auto pasa veloz por la avenida y, como si fuera una broma de mal gusto, el manto de polvo vuelve a acomodarse sobre las baldosas quebradas. Ella estornuda, tose, se cubre la boca y retoma la escoba.
Lo Blanco, un rincón olvidado de San Bernardo, es eso: una lucha diaria contra lo que vuelve. Contra el polvo, la congestión, el pavimento roto, los perros sueltos y la promesa permanente de que pronto llegará el progreso. Pero aquí, donde la ciudad y el campo se empujan sin decidirse, las vecinas, los perros y los negocios de barrio insisten en quedarse, en barrer, en resistir.
La vida de San Bernardo se teje a partir de la convivencia de ambos mundos: rural y urbano. Para saber leer la actualidad de la comuna, debemos viajar atrás, mucho antes de que las calles y avenidas tomaran forma, cuando esta tierra ya era un mosaico de culturas. Antes del Libertador, de Eyzaguirre, de la Colonia Tolstoyana y de la maestranza, los valles eran refugio del imperio inca. Ante sus reverencias, el Chena se alzaba imponente, como un sagrado guardián de la tierra, guardando el eco de los andinos en sus piedras talladas por siglos de vientos y sol. Su silencio fue infinito en presencia de los colonos y más tarde, en la de los generales. Sus faldas fueron testigo mudo de lo que nadie quería ver: hombres y mujeres arrancados de sus vidas, traídos hasta aquí para desaparecer entre el polvo y la noche. Inamovible, este sitio guarda en su piel los ecos de aquellos que, en tiempos oscuros, se diseminaron en su sombra, huyendo, resistiendo, callando. Pero el silencio no siempre es olvido. En San Bernardo, la memoria persiste en la piedra y en la palabra. Anita Montrosis lo supo cuando escribió:
“Cuando dijiste que querías matarme de amor
porque es la única forma de morir,
pensé en esas ciudades que están mal escritas
y que aún no han borrado sus duelos.
Especulé en los muertos del Chena,
en esos que nunca se han sentado
en los rieles de la maestranza
a beber la desnudez de una adolescencia”
Las laderas del Chena, hoy salpicadas de cemento, polvo y sangre, actúan como una memoria inmortal que rescata fragmentos maltrechos de vidas en represión. Esto es San Bernardo: un duelo constante entre lo viejo y lo nuevo, lo olvidado y lo presente, la historia que se resiste a ser enterrada, y las cicatrices de un pasado que, aunque intenta ser desvanecido, sigue marcando la tierra. Y aquí, la vida sigue como si no importara el paso del tiempo.
“Alguna vez fuimos niños y nos pelamos juntos las rodillas. Estudiamos, capeamos clase. Un día cuarto medio terminó y con ello la vida en San Bernardo. Acabaron los recreos. Partimos a estudiar lejos. Nos olvidamos recíprocamente…”
Estas palabras, extraídas de un microcuento de Diego Valenzuela Lacroix, quien obtuvo el segundo lugar en el concurso «SNBK en palabras», capturan esa sensación de desconexión que golpea a quienes crecieron en este lugar, atrapados entre las promesas de un futuro lejano y la memoria de un presente que se desvanece. También habla de un fantasma que persigue con frecuencia a los habitantes de la comuna: el recuerdo de haber sido ciudad, y de cómo ese estatus parece haberse desvanecido con el tiempo, dejando a San Bernardo atrapada entre el eco de su grandeza pasada y su presente de periferia.
Aquí se vive de memoria y de costumbre, entre tonadas gastadas y rejas floreadas, entre los restos de la vieja república y la nueva comuna. El adquirido nombre “La capital del folclor” no es una casualidad, es un elemento que habla de la fibra que sostiene una comunidad que, a pesar de las distancias y del bullicio urbano, nunca deja de bailar su historia. La comuna del río Maipo es un pueblo grande disfrazado de ciudad y sus habitantes son la prueba más viva de ello, dejando entrever un profundo sentido de comunidad y vecindad que contrasta con la individualidad de la metrópolis.
Francisco Cubillos Godoy, profesor de lenguaje en el Liceo Bicentenario, encarna bien ese espíritu. Jovial y entusiasta, lleva la vocación de docente tatuada no solo en su brazo, -donde se leen las palabras actitud, amor y respeto-, sino en cada gesto. Lleva sus 33 años viviendo en San Bernardo y se muestra orgulloso de su origen: “Eso me gusta a mí de esta cara de ser sanbernardino… no vai’ a estar solo nunca, te voy a apañar yo, porque eres mi vecino. La solidaridad y la colaboración son de los valores que creo que la comuna me ha dejado.” De su voz gotea el cariño. Para Francisco, esa solidaridad es una herencia silenciosa, transmitida en las costumbres y en la forma de relacionarse, en la vecindad que sobrevive. Asegura que San Bernardo es, y ha sido siempre, un territorio entre dos aguas: lo urbano y lo rural; lo moderno y lo campesino; una convivencia que lejos de ser una contradicción, es la esencia misma de su gente.
La autenticidad que los sanbernardinos perciben en su propia comunidad es parte de un discurso del que decanta una suerte de hermetismo. No es raro ver a niños que crecen sin necesidad de cruzar las fronteras invisibles que los separan de Santiago. Se mueven con familiaridad entre negocios de barrio, plazas activas y avenidas que parecen suficientes para armar una vida entera. No es hasta los dieciocho o diecinueve años, cuando el deseo o la obligación de estudiar empuja a muchos hacia Santiago. Las barreras empiezan a resquebrajarse. Entonces, el tren o la micro se vuelven pasajes obligados para quienes, hasta ese momento, pensaban que su mundo terminaba en las líneas grises de la autopista. Hoy, los pasajeros viajan callados, con las miradas perdidas entre el teléfono y el paisaje, como si nada, como si San Bernardo no fuera una rareza atrapada entre Santiago y el campo.
En el tren el aire es liviano. Aunque el vagón obliga a verse de frente, los pasajeros no se buscan. En su interior abunda un egoísmo de miradas, que prefieren perderse entre los matorrales y la ropa tendida en la ventana de algún block. Cada quien se hunde en sus propias preocupaciones mientras el metrotren vuela desde Lo Valledor hasta Nos. La única voz que se atreve a romper el sonido de los rieles es la de músicos, raperos, y vendedores, quienes exponen su virtud frente a un público arisco, cegado por la costumbre. De vez en cuando, uno de ellos -como un brasilero que sopla bossanova en su clarinete- recibe la gracia discreta de una mujer mayor: una moneda y una sonrisa, reconocimiento tan fugaz como el trayecto mismo.
En su microcuento, “Rebelde”, Andrés Jiménez Machuca retrata el choque con Santiago en un contexto donde San Bernardo convive a la fuerza con la modernidad que representa el centro.
“No has podido consumirme con tus encantos, lo intentaste plantando trenes y vías, lo intentaste con tus comercios chinos y tus astucias, pero yo fui fundado lejos de ti y tengo mi propia idea de la vida. Mi gente, mis barrios y mi esencia me hacen único e inigualable… quieren hacerme sentir como tú, pero tu altanería me resbala”.
Las palabras suenan como si vinieran del propio pavimento resquebrajado, de las laderas del Chena o del aire denso que envuelve las calles. Y es que, pese a todo, San Bernardo insiste en ser distinto.
Sin embargo, resistir, aquí, tiene un precio que se paga en silencio. En las calles no solo se respira historia… quien se llena los pulmones de aire en este lugar, se los llena también de un polvo insistente, humo que se adhiere a la ropa y gases que intoxican. La nariz se entorpece con el envolvente olor agrio de los mataderos invadiendo los hogares, y las enfermedades respiratorias son casi algo cotidiano en los centros de salud. La pesadez del aire estrangula a las poblaciones más cercanas a los cordones industriales, matándolos lentamente mientras su brutalidad se camufla con el paisaje y se convierte en parte de la normalidad. Este es el caso de Villa Las Margaritas, que se ha transformado en el sector residencial más vulnerado por la contaminación. Aquí, mientras el polvo se incrusta en las casas, una abuela y su nieto son agobiados por la tos que no se va y los pulmones ceden poco a poco, sin que nadie se detenga a mirar.
A pesar de todo, la vida sigue, tozuda, entre calles polvorientas. No importa cuánto ruido hacen las maquinarias o qué tan alto se levanten las nuevas torres de concreto: aquí la vida es porfiada, con la porfía del que se sabe arrinconado, pero no rendido. La mujer de la escoba lo sabe. Sabe que el polvo no se va, que siempre vuelve, que cada barrida es un acto inútil y necesario a la vez. Pero sigue barriendo. No por el polvo, sino por ella, por su casa, por la certeza de que, mientras quede alguien dispuesto a insistir, San Bernardo no será solo un recuerdo atrapado entre la historia y el abandono.
Porque aquí, resistir no es una elección. Resistir es el único modo de existir.
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