El agua marca la desigualdad: La brecha hídrica entre lo rural y lo urbano en la región de Coquimbo
Escrito por RADIO JGM el agosto 21, 2024
En la región de Coquimbo el recurso hídrico se ha convertido en un lujo que traza la línea de la desigualdad entre lo rural y lo urbano. Los sectores rurales se enfrentan a la muerte del ganado y la pérdida de los cultivos, volviéndose cada vez más grande la brecha hídrica que lleva a las personas a migrar ante la lucha diaria que implica quedarse en un territorio donde las preciadas gotas han sido acaparadas por las mineras, las grandes agrícolas y el narcotráfico.
Por Ema González y Raquel González.
Es la primera semana de mayo. El sol de la tarde cae sobre la ciudad de Coquimbo. Cubre las calles con un resplandor dorado que se refleja en los edificios que contrastan con la pasividad de las olas. En el corazón de la cuarta región, esta ciudad costera se alza como un oasis en medio del desierto. Solo a casi 70 kilómetros de distancia, la situación es completamente distinta. Mirtha Gallardo, presidenta de la comunidad agrícola de Limarí, señala que la pena más grande para ella es ver a los adultos mayores muriendo solos, dado que sus hijos han tenido que migrar por razones climáticas y ya no tienen trabajo, pero los campesinos que llevan toda su vida entre los cerros se niegan a partir. Se resisten al desarraigo.
En las comunidades rurales que se extienden por el árido paisaje, la sequía ha azotado implacablemente a sus habitantes. “El agua alcanza para las mineras, pero no para otras cosas”, acusa Óscar Collao, dirigente ambiental que ha dedicado su vida a la causa. En lugares como Ovalle y Monte Patria el suelo reseco y las quebradas vacías reflejan la lucha diaria por sobrevivir. Los camiones aljibes se han convertido en la única manera de obtener agua para cubrir las necesidades básicas de las familias.
La escasez de agua ha trazado una línea invisible, pero profunda. Mientras que en la capital regional los grifos siguen corriendo con cautela, en las comunidades rurales cada gota se convierte en un tesoro. Para los residentes de Coquimbo y La Serena el problema hídrico ha significado dejar secar sus jardines, mientras que los campesinos ven a sus cercanos dejar atrás sus tierras.
El oasis de la capital regional
Francisca Maldonado lleva cinco años viviendo en Coquimbo. Emigró de Santiago en busca de una vida con un ritmo menos vertiginoso y actualmente trabaja de Uber. En el trayecto entre La Serena y Coquimbo, hay pocas matas de pasto amarillo que contrastan con la tierra seca bajo las palmeras, que parecen absorber la escasa agua caída en los últimos años. La situación es crítica: según el último boletín climático del centro científico, en 2023 el déficit de precipitaciones alcanzó un 77%.
Al respecto, comenta que el alcalde, Alí Manouchehri, ha implementado el paisajismo urbano. Ha reemplazado todas las matas secas de pasto por pequeñas piedritas artificiales, con el afán de ahorrar agua en riego y embellecer los espacios comunes para atraer turistas. “Es un precedente entre las acciones más concretas que pueden hacer las municipalidades, se ve mucho mejor que en Serena, que está todo seco”, dice la autoridad comunal.
En su oficina, Pedro Véliz, jefe de gestión ambiental de la Municipalidad de Coquimbo desde el año 2018, comenta junto a su colega, Carolin Mondaca, bióloga encargada del área de biodiversidad, que ellos no tienen un panorama general: «Coquimbo es enorme, tenemos muchos sectores agrícolas».
Desde la municipalidad, señalan que las delegaciones provinciales están compuestas por ingenieros agrícolas que se dedican a generar diagnósticos en los territorios donde hay pequeños agricultores.
No se demoran en volver a mencionar con orgullo las medidas que ha adoptado el excapitán de Coquimbo Unido, quién dejó de vestir la camiseta número 19 y asumió el más alto cargo de su lugar natal. Alí Manoucheri se describe a sí mismo como “coquimbano hasta los huesos” y es el protagonista del recuerdo del hincha que en 2018 vio ascender a su equipo a la primera división de fútbol nacional después de más de una década en segunda.
Para Pedro Veliz, la gestión del alcalde ha sido eficaz. Tal como con Francisca, la conversación se torna hacia las famosas piedritas del paisajismo urbano. El proyecto le parece tan buena medida, que lo ha implementado en su casa y cree que todos deberían hacerlo. Sin embargo, no todas las personas coinciden.
«El paisajismo urbano es una burla para las comunidades rurales, es una medida parche que embellece la ciudad mientras que en el campo no tenemos agua para consumo humano».
Óscar Collao es el coordinador y vocero por la cuarta región del Movimiento de Defensa por el Acceso al Agua, la Tierra y la Protección del Medio Ambiente (Modatima), vive en una zona rural al interior de Coquimbo y ha dedicado su vida al activismo medioambiental. En su relato, se percibe que lleva muchos años haciendo trabajo en terreno y poniendo el hombro a los vecinos que no saben a quién acudir cuando les notifican que una desaladora se instalará a metros de sus casas. Ser la cara visible de la oposición a los proyectos del gobierno, mineras y agrícolas ha significado para él una vida solitaria para no poner en peligro a sus cercanos. El tiempo no ha pasado en vano, pero su convicción es grande y es categórico al decir que el alcalde, que se jacta de hacer todo por sus vecinos, tiene abandonados a quienes se encuentran separados por los caminos de tierra del “oasis de la capital regional”, donde la cruz del tercer milenio señala la entrada del lugar en el que aún sale agua por las cañerías y el aclamado paisajismo urbano es la única señal de una crisis que no se hace latente.
Gotas de abandono
Al llegar a Ovalle, un calor inusual para finales de mayo recibe con unos abrasadores 25 grados. Mirtha Gallardo, presidenta de la Asociación de Comunidades Agrícola del Limarí, se encuentra sentada en su escritorio en la “Casa del Comunero”, la cual desde afuera se observa pintada de amarillo y matas secas de lo que algún día fue pasto. Al interior, hay poca luz natural pero las paredes verdes se encuentran vivificadas por afiches que denotan el espíritu colectivo de la organización. La imagen de Emiliano Gallardo es enunciada con la frase “Presente ahora y siempre, compañero de tantas luchas”. Mirtha observa con los ojos humedecidos y comenta acongojada que su padre falleció el año pasado, el histórico fundador en 1989 de la agrupación que actualmente ella dirige y que representa el 25% del territorio agrícola de la región.
Es tajante al decir que la casa del comunero no es una organización estatal, sino un colectivo de la ruralidad y que desde el año 2005 dan cuenta de que el agua y la tierra han sido concentrados para los grandes agricultores de monocultivo.
«Hemos visto a nuestra gente irse por no tener trabajo. Piden a las municipalidades comida porque su ganado murió. Yo misma estoy promoviendo huertas que se riegan con el agua reutilizada de la lavadora porque ya no sabemos qué hacer».
Cada dos meses, Mirtha se dispone a viajar a alguna localidad dentro de la región donde se llevará a cabo la mesa del agua y espera horas en el terminal para ir a la reunión. La frustración es grande al escuchar que el Seremi no aumentará el presupuesto para arreglar los caminos en los que los camiones aljibes pierden más de la mitad del agua antes de llegar a su destino. No se siente representada por los ministros y duda de si algún día les entregarán soluciones.
En sus memorias, está el amplio trabajo colectivo que han realizado desde que nació la organización. No entiende por qué les hacen capacitaciones de conocimientos que las curadoras de semillas llevan décadas transmitiendo.
La pequeña agricultura tiene dos enemigos silenciosos. Uno respaldado por los derechos de agua y otro por el miedo. Cuando los hijos de Mirtha eran pequeños, creían que era floja porque sus cultivos estaban secos y colindaban con los exorbitantes paltos de la familia Frei Ruiz-Tagle. Por su comunidad pasa el canal, pero con las 11,3 acciones de agua que poseen los comuneros no alcanza. Las ostentosas paltas son las dueñas del cauce que para Mirtha es casi invisible.
En el sector de su hogar, la cancha fue tomada por un conocido narcotraficante. Las miradas de los niños se detienen en quienes tienen armas y joyas, que han sido compradas con el agua de todos los campesinos, agua con la que riegan los cultivos de droga que se ubican por sobre las semillas comunitarias. Agua que se saca de los pozos ilegales que los dirigentes han denunciado arduamente.
«El presidente de la comunidad de la cebada fue una mañana a denunciar a la PDI que había plantaciones y a las 3 de la tarde le dieron dos disparos en las piernas ‘por andar de sapo en la mañana’. Ya no sabemos con quién se puede hablar».
El narcotráfico, las medidas parches, los caminos rotos que no permiten a los camiones aljibes llegar a destino y los pocos derechos de agua, son algunas de las razones que para Mirtha, a sus 62 años, ha significado ver migrar de su tierra natal a los campesinos que han dedicado su vida al trabajo rural.
El silencio rural: historia de un éxodo forzado
En el camino desde Ovalle hacia el interior, el embalse La Paloma, imponente y desteñido, arrebata la atención de cualquiera que pase por ahí. Es el más grande de Chile y el segundo de Sudamérica. Francisca, que no acostumbra hacer viajes de Uber tan largos, señala con tristeza que antes estaba repleto de agua y ahora se ha reducido a una pequeña poza, al 6% de su capacidad, donde se visualizan marcas decrecientes que demuestran cómo ha ido disminuyendo el nivel del agua con el paso del tiempo.
Pasado el embalse, se encuentra la localidad de Monte Patria, que alguna vez floreció como un oasis agrícola y hoy es un símbolo de la crisis hídrica. Con la mayor cantidad de comunidades rurales, ostenta el título de ser la localidad que más éxodo poblacional ha experimentado. «La ONU nos determinó como la primera comuna con migración climática. Hemos perdido 5.000 habitantes en los últimos años», lamenta el alcalde Christian Herrera.
Afligido, comenta que muchos vecinos han tenido que abandonar sus hogares en busca de oportunidades, teniendo que hacerle frente al desarraigo. Se han perdido cerca del 60% de tierras cultivables, eliminando el sustento de muchas familias.
En sus palabras, la situación es una catástrofe no solo ambiental, sino también social y humana. Para quienes se quedan, el acceso al agua potable se ha convertido en un lujo de quienes viven en el pueblo. Los que viven en los cerros dependen de camiones aljibes para obtener los 50 litros diarios por persona, lo que es la mitad de la cantidad que estipula la ONU como el mínimo que debieran consumir. Esto obliga a las familias a elegir entre lavarse los dientes o tirar la cadena del baño.
Nueve rutas serpentean por Monte Patria. A lo largo de ellas, camiones aljibe transportan el líquido preciado que sacia la sed de la comuna. Osvaldo Vega, del departamento de protección civil y emergencia de la municipalidad, tiene en su oficina una torre de fichas hídricas que determinan quién recibe este servicio. Durante la conversación, Berta Adaros, encargada del departamento de gestión territorial de la delegación provincial, entra a la oficina. Con una sonrisa que muestra familiaridad, Osvaldo dice, “trabajamos juntos en todo lo relacionado con los camiones aljibe”.
En conjunto explican cómo cada actor institucional tiene un papel fundamental en la fiscalización del proceso del reparto de agua. Sin embargo, la cadena se rompe en el último eslabón: los puntos de entrega, es decir los estanques de los vecinos. “Muchas veces donde tenemos los problemas no es ni en la extracción ni en el traslado, sino en el punto final”, dice Berta resignada. “Los estanques son insalubres”.
Berta muestra una foto en su celular mientras habla: “este es un estanque de una persona a la que se le dejó agua”. La fotografía evidencia un estanque sucio, oxidado y con un renacuajo en su interior. “Hemos encontrado ratones, arañas, de todo”. Agrega que no existe el hábito de hacerle mantención o limpiar adecuadamente los estanques. “Yo igual lo entiendo, te mandan tan poca agua y más encima tienes que gastar en limpiar el estanque. De dónde sacas agua, es como un círculo vicioso”.
Desaladoras: la falsa esperanza
El primero de mayo, Día Internacional del Trabajador, la tranquilidad propia de un feriado se hace latente en la playa de la Herradura. Óscar y Ana María conversan animadamente hasta llegar a destino: la entrevista que solo la convicción por la causa de Modatima les permite dar. El camino desde sus localidades rurales a la ciudad de Coquimbo es largo, pero están dispuestos a hablar sobre la vida en el activismo por la defensa del agua y los territorios.
Óscar, a sus 54 años, ha viajado por los rincones de la región que representa escuchando los testimonios de habitantes que acuden a su organización en busca de ayuda. El 16 de enero la noticia que temían llegó: el presidente Gabriel Boric anunció que la planta desaladora que ha sido promovida como una solución esperanzadora ante la sequía, se instalará en El Panul. Después de meses de trabajo en terreno junto a topógrafos y empresarios, la frustración es grande para el dirigente, pues no logró que el proyecto fuera cambiado de lugar en base al desastre humano y medioambiental que provocará.
«Nosotros vamos a seguir dando la lucha junto a los vecinos del Panul. Los pescadores, van a ser afectados porque la desaladora es un desastre para la fauna marina. Las comunidades indígenas de la zona están preocupadas por los vestigios arqueológicos y están las flores endémicas de Lucumillo. Todos los locatarios están conscientes de que el agua para consumo humano está llena de químicos que perjudican su salud. El proyecto no es la maravilla que intentan vender».
Los días son contados hasta el veredicto final, que sería la licitación en junio. Oscar tiene claro que el proyecto depende del fantasma detrás de todas las falsas soluciones hídricas: Aguas del Valle. El gobierno es solo la sombra que hay detrás. Por más que Aguas del Valle declaró que solo serán beneficiarios de la planta, Óscar los conoce hace años y sabe que el negocio de proveer agua les es conveniente. Por esto, no se sorprendió al descubrir que la desaladora será multipropósito, es decir, no solo funcionará para consumo humano, sino también para la minería y las agrícolas. La empresa no quiso dar una entrevista al respecto.
«Cuando nosotros estamos en zonas de escasez hídrica, proponemos que no se expanda la producción agrícola. ¿Cuándo has visto una agrícola seca? ¿Has visto a una minera parar sus trabajos por falta de agua? Nunca, el problema del agua es para nosotros los seres humanos comunes».
A pesar del cansancio de tantos años dando la lucha contra las grandes empresas, que lo han amedrentado en reiteradas ocasiones, Óscar no planea ceder. Tiene claro que el problema hídrico es un tema de desigualdad, que el agua no alcanza para los campesinos, pero sí para regar miles de hectáreas de paltos. Al terminar la entrevista, mira por la ventana del departamento al que acudió a trabajar en un día feriado y dice que la vista del mar es muy linda, que esto en los cerros aledaños no se ve.
Ana María, su compañera encargada de la parte legal de Modatima, verbaliza lo que ambos están pensando desde que llegaron al centro de Coquimbo.
«En la ciudad abres la llave y fluye el agua sin ningún problema, puedes botarla como quieras, pero hay una zona rural que lo está sufriendo todo. La gente se está quedando sin agua, es una muerte anunciada».
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