Crónica: ¿Cuántas miradas por minuto se pueden evitar en un vagón?

Escrito por el junio 29, 2022

En el último carro del metro, donde hay más gente de la que cualquier medida sanitaria recomendaría, las personas no se miran. Parece que no coincidir miradas es una habilidad propia de los pasajeros del transporte público en la capital.

Por Rocío Cerda

Metro

Metro: ¿Cuántas miradas por minuto se pueden evitar en un vagón?

Santiago es un lugar monstruoso. La monstruosidad de la ciudad no sólo radica en sus habitantes, sino también en sus lugares. La dependiente relación entre sus espacios y quienes los ocupan parece darle vida a la capital de Chile. Y entre tantos lugares hay uno que, silenciosamente, la conecta: el Metro. Mientras los santiaguinos ven al Metro como algo más dentro de sus ajetreadas rutinas, un algo que siempre ha estado ahí, es muy difícil que quienes están de paso por la ciudad no se dejen sorprender por cómo este medio de transporte le da dinamismo desde las profundidades de la tierra. El Metro constituye un punto de conectividad en cualquier ciudad, algo que las regiones del país ven muy lejano. Mientras la ajetreada vida se da bajo ella, a punta de empujones y codazos las personas corren para llegar a destino.

Es curioso como el espacio vigente desde 1975 y que cuenta actualmente con 136 estaciones es uno de los mayores puntos de encuentro, pero no así de convivencia. La gente se reúne en un mismo sitio pero sin preocuparse de hacer reunión. Por esa indiferencia es que cuesta mucho pensar que dentro de un vagón hay personas viviendo su vida a cada segundo, siendo protagonistas de historias en que los personajes menos relevantes están pegados a ellos sin respetar espacio personal. Si nos situamos en una sola línea, en un corto tramo y, en el mismo vagón, se podrían apreciar las diferencias abismales entre quienes fácilmente podrían ser vecinos. Es así como un jueves a las 17:38 horas abordo la Línea 4A con destino a La Cisterna sólo para ver cómo el espacio cobra vida y protagonismo.

Entre las cansadas caras de pasajeros que observan sus teléfonos y evitan establecer contacto visual con el resto, se escucha Procura, interpretada por Ricardo. Ricardo no tiene público, está rodeado de gente, pero no tiene público, la música tropical que él interpreta es más fuerte que cualquier otro sonido en el vagón, pero no tiene público. Es más, todas esas personas que escuchan al cantante, pero se rehúsan a ser su público, parecen ansiosas de que el ignorado concierto acabe lo antes posible.

Procura coquetearme más y no reparo de lo que te haré, son los últimos versos entonados por Ricardo para pasar a otra canción.

En el último carro del metro, donde hay más gente de la que cualquier medida sanitaria recomendaría, las personas no se miran. Parece que no coincidir miradas es una habilidad propia de los pasajeros del transporte público en la capital. Dedico tiempo a mirar directamente a quienes están a mi alrededor, esperando al menos cruzar incómodas miradas con alguien, pero no ocurre. Todo a quien miro parece tener un sensor para ignorarme. Un espacio en el que las personas pasan tanto tiempo les resulta completamente ajeno. Un espacio tan cargado de actividades parece no existir más allá de quienes temporalmente lo habitan. Es como si uno de los lugares más públicos que existe sólo cumpliera el rol de hacerte profundizar en ti mismo o fingir que lo haces.

Un asiento se desocupa luego de detenerse en una estación, pero nadie se sienta, pese a que muchas personas van paradas y cansadas. Probablemente el sitio permanece vacío porque todos quieren evitar la incomodidad de sentarse entre dos extraños cuando el viaje ya va en curso.

Dos estaciones más adelante Ricardo consigue público. Tres chicos con skate en mano entran estrepitosamente, acaparando varias miradas. En cuanto abordan el vagón empiezan a entonar las canciones que el cantante interpreta, pero la alegría de ellos no hace más que molestar a los pasajeros. “Estos son puros antisociales, son los mismos que después andan rayando el metro”, dice la mujer con un coche de guagua al hombre a su lado, en lo que ella supone es un susurro. Más comentarios negativos se escuchan sobre los desafinados coristas que secundan al cantante. Dos canciones que desconozco después los jóvenes se bajan en una estación y antes del cierre de puertas dedican unos segundos a aplaudir al artista, acaban su ovación y vuelven a subirse a sus skates avanzando por la estación. El Metro fue un ícono del estallido social y probablemente este evento determinó la actitud de los pasajeros frente a él, tal vez el hito detonó la hostilidad de quienes por semanas vieron su único medio de transporte interrumpido.

Estaciones más adelante la música sigue sonando pese a la aparente molestia de muchos. En Santa Rosa, se suben personas que en cuanto la notan no disimulan la mala cara. Aparece un vendedor de bebidas al que varios pasajeros le compran. Es importante apreciar que el metro no sólo opera como medio de transporte, es también la fuente de ingresos de muchos vendedores. El lugar que parece sólo acumular malas energías durante el día es el mismo que permite que muchas familias lleven el pan a la mesa.

Entre tanta indiferencia, el ignorado cantante termina su show, nadie aplaude. Se pasea buscando los aportes voluntarios que pocos le dan y la mayoría de quienes lo hacen ni siquiera lo miran a la cara. El lugar queda en un incómodo silencio que se sortea con la mayor habilidad de los pasajeros: disimular, hacer como que nada cambia. En este lapso llego a una de mis principales conclusiones. El Metro, ese lugar donde se viven tantas cosas, es un lugar tremendamente hostil. Junto a mi conclusión llega mi interrogante: ¿Son las personas hostiles quienes condenan al lugar a serlo o es sólo que después de tantos años de ser un personaje secundario sepultado a los pies del protagonista el lugar ya no tiene mucho bueno que ofrecer y es este quien condena a sus usuarios?

La estación terminal se acerca y los dormidos empiezan a despertar, ya no parecen tan cansados ni indiferentes, es como si el lugar cobrara un poco de vida entre tanto desgano almacenado. En La Cisterna el metro se detiene. “Todos los pasajeros deben descender”, anuncia una voz a la que todos obedecen. El viaje acabó, pero no es tan así, porque en sólo minutos el abandonado vagón emprenderá uno nuevo, uno igual o más hostil que continuará así de alguna u otra forma.

Soy la última persona en salir, la salida es torpe y aglomerada. De pronto las personas disminuyen la velocidad, la mayoría está volteando a ver hacia la misma dirección. Cuando al fin salgo del vagón descubro cual es el objeto de la curiosidad de tantos, una joven está sufriendo un ataque de pánico. Son dos mujeres quienes acuden rápidamente a ella intentando ayudarla mientras que el resto no hace más que atascarse en la escalera para no perderse detalle alguno. Esta actitud sorprende de la peor manera, mientras yo me incomodaba por observar más de lo normal a las personas, los mismo que actuaban con total indiferencia dejaron morbosamente de lado todos sus talentos que me habían sorprendido para mirar a alguien que no quería ser observado. Probablemente todo lo de evitar miradas no era más que un hábito mal aprendido y que en ese momento habían olvidado. Subo las escaleras escuchando a más de una persona relacionar lo ocurrido con los testimonios viralizados por mujeres en redes sociales, pero tampoco parece que le den una vuelta al asunto, es sólo la necesidad de decir algo.

El Metro de Santiago es el perfecto lugar para ser individualistas a pesar de estar rodeados de personas, es un sitio que consigue sacar lo peor de cada uno pero a su vez, lo más auténtico. Los vagones metálicos en que el calor sofoca reúnen una peligrosa cantidad de personas al mismo tiempo a las que les es indiferente cómo se encuentra el del lado. El Metro funciona casi como una extensión de los mismos santiaguinos. Es un espacio en que personas separadas muchas veces sólo por prendas de ropa pueden actuar como completos desconocidos y es que, es lo que son y no se esfuerzan por modificarlo. El Metro como espacio tiene una fuerte carga. Ahora, el tema es cómo hacer que todas las personalidades que este pueda adoptar convivan. Hay que evitar ver al Metro como un dualismo entre el peor lugar para ir estresado, ser mujer o necesitar ayuda o el lugar que nos moviliza, que es fuente laboral y que reúne a personas tan diferentes porque, las es todas y por más difícil que sea hay que reconciliarse con él.

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