[Crónica] Abortar en clandestinidad: Cuando el estado abandona, las mujeres nos apañamos
Escrito por Andrea Pozo el abril 10, 2019
Según Corporación Miles, a tan sólo 16 meses de que se promulgara la Ley de Aborto en 3 Causales, 666 mujeres decidieron interrumpir su embarazo en servicios asistenciales. No obstante, miles de mujeres abortan desde la clandestinidad de sus casas, acompañadas de amigas o feministas.
Son las seis y media de la tarde y estamos en San Alberto Hurtado. Hacen treinta y dos grados de calor y el sol cae directamente sobre nuestras cabezas. Las veredas están repletas de personas que se enfilan hacia un mismo sentido, por lo que con Catalina, mi amiga de hace unos años, nos ubicamos en unas escaleras frente al Tarragona. Así evitamos no incomodar el tránsito ni ser golpeadas por las típicas bolsas bellota que llevan las señoras macizas, esas de paso lento y atarantado en el centro de Santiago. Vemos que el suelo está lleno de colillas de cigarro y basura, pero, aun así, decidimos sentarnos ahí. Pasan los minutos y yo empiezo a recordar que en una de estas esquinas una vez me intentaron raptar, siento que ese trauma me acompaña a todas partes como una pesada mochila sobre mis hombros. Por eso estoy atenta a cada hombre que veo pasar, lo miro detalladamente y al menor intento de acoso, los alejo con una mirada furiosa.
-Me escribió que está llegando-, me dice la Catalina. Ambas empezamos a levantar la cabeza buscando a Amanda entre el cúmulo de gente.
Sin embargo, ella nos encuentra primero y nos saluda. Amanda tiene 26 años, aunque por su cuerpo y su voz, parece más joven. Tiene el pelo castaño y visos rubios, una melena lisa que le cae sobre los hombros. No puedo ver sus ojos porque lleva puesto lentes de sol. Nos abraza y nos dice que vive a un par de cuadras de ahí y que la sigamos hasta su departamento. Caminamos y nos enjugamos las gotas de sudor de nuestras frentes que aparecen mientras que ella se quita los lentes de sol para dirigirnos una mirada. Le pregunto a qué hora se tomó la Mifepristona, pastilla que se debe ingerir 24 horas antes de un aborto y que bloquea la progesterona en el embarazo. Me dice que a las cinco de la tarde de ayer por lo que ya está lista para “hacérselo”. Nos asegura que no tiene miedo y con un poco de liviandad afirma que un aborto es algo mínimo, quizá algo un poco más intenso que un periodo doloroso. Me quedo callada y pienso en decirle algo, pero no lo hago.
En el edificio donde vive la Amanda hay mucha gente migrante. Las voces, acentos y entonaciones forman un coro diverso que escuchamos todo el tiempo. Puedes oírlo en el pasillo o en la espera del ascensor. También puedes ver a niñas haitianas y colombianas correteando juntas o en patines fuera del edificio, dando giros sobre su mismo eje, para impresionar a desconocidos que transitan por el lugar.
-Creo que soy la única chilena aquí-, nos dice Amanda entre risas tímidas, al percatarse de que ya lo sospechábamos.
Nos bajamos en el piso 24 y nos acercamos a su departamento. Su puerta tiene tres seguros a diferencia de sus vecinos que tienen solo uno.
Abre la puerta y nos dice que nos pongamos cómodas. Entramos y me percato que el lugar es de los típicos departamentos “estudio” para una persona en Santiago. Tiene un ambiente, un baño y una cocina pegada. Ella se disculpa y nos dice que no tiene sillones por lo que debemos acomodarnos las tres en su cama. Le decimos que está bien, que no se preocupe.
Amanda es de Los Ángeles y se vino a vivir sola a Santiago como a los 20 años. Trabaja como promotora de televisores de una marca comercial muy famosa de electrodomésticos. A pesar de los años que lleva en la capital, no tiene a nadie de suficiente confianza. Es por eso que nosotras estamos aquí.
Mientras el televisor está prendido y suena de fondo la Doctora Polo, conversamos sobre su vida. La tengo frente a mí y puedo apreciar cómo sus ojos se achinan cuando se ríe y cómo el maquillaje cubre los hematomas morados y verdosos que tiene en esa misma zona y que más tarde vería con mayor claridad en medio del aborto, cuando éste se escurrió. Se nos va una hora y media de sólo conversación. Cuando nos percatamos con Catalina de que se nos iba a hacer tarde, le dijimos que era hora de empezar.
El aborto es algo lleno de mitos. Recuerdo tener alrededor de seis años y acompañar en auto a mi papá a buscar algo “allá arriba”, expresión que ocupamos las personas periféricas cuando vamos a barrios de clase alta. Nos detuvimos en un semáforo y muchos adolescentes y mujeres tenían carteles que decían “no al aborto”, “no mates a tu bebé” e imágenes de fetos de ocho meses. Le pregunté a mi papá por qué hacían eso y él sólo me respondió, con su voz seria y distante, que hay gente que cree que el aborto es algo malo. Desde entonces, pensé que abortar estaba mal, que una se podría ir al infierno. Solo supe más hasta que me hice feminista a los 15 años.
Amanda se pone cuatro Misotrol bajo la lengua. Debe quedarse callada durante el proceso y nosotras tenemos que estar atentas por si tiene ganas de vomitar. Eso no puede ocurrir bajo ninguna circunstancia. El cronómetro debe marcar 30 minutos y ella recién puede escupir el resto de pastillas que tiene en su boca. A los 25 minutos ya estaba en el baño diciendo que no soportaba el dolor. Veo que se pone cada vez más pálida y con ganas de vomitar. Catalina dice que irá a comprar a una farmacia ácido mefenámico y una pastilla para los mareos. Me quedo sola con Amanda y la convenzo de que vaya a la cama para que esté más cómoda.
Se recuesta entonces en su cama y me dice que tiene frío. Tiene baja la presión sanguínea, lo puedo notar. Minutos antes con la Catalina improvisamos un guatero con una botella plástica llena de agua caliente y cubierta con una toalla. Se la pongo en la espalda. Insiste en que tiene frío a pesar de las prendas que la cubren. Me pide el secador de pelo y se lo paso. Lo prende a toda potencia y con el aire caliente que casi quema, lo dirige a sus pies y vientre.
Javier, su ex pareja, la violó. Al menos eso infiero cuando nos contó que ella no tenía ganas de tener sexo pero a él no le importó y ella tuvo que “acceder no más po’”. ¿Cómo decirle que fue una violación minutos antes de que aborte? ¿Cómo decirle que supuestamente tenemos una ley que se hace cargo de los abortos por violación?.
Según Corporación Miles, tras los primeros 16 meses de vigencia de la Ley de aborto en 3 causales en Chile, sólo 106 mujeres que quedaron embarazadas por violación, decidieron interrumpir su embarazo. Y yo pienso de inmediato que sucede con las mujeres que no tienen las herramientas suficientes como para identificar lo que es una violación. Recuerdo que la Sofía, la primera niña que acompañé en su proceso de aborto y que sólo tenía 15 años, también había sido violada por su amigo en una noche de borrachera. Sin embargo, para ella tampoco se trataba de una violación.
Es extraño pero cuando hablamos de violaciones, es como si se tratara de un hombre desconocido y encorvado que te espera a la vuelta de la esquina, listo para acechar a últimas horas de la noche. Pero no es así, o al menos, en la mayoría de los casos, los hombres que violan a las mujeres, son cercanos a ellas. Son sus mejores amigos, hermanos, tíos o padres.
Se agarra de la cama y las sábanas mientras las contracciones hacen que gima de dolor. Me dice que no puede más. Le digo que sí puede y me acuesto al lado de ella. Su cuerpo frágil y menudo se encoge y se estira, se retuerce y se extiende. Tímidamente apoyo mi cabeza en su almohada y con mi mano acaricio su brazo y su espalda. Soy una mujer fría, o al menos así me definen algunas personas. Mi mamá siempre me ha recriminado el por qué soy así. No lo sé, le respondo. Me gustaría saberlo. No obstante, en ese entonces, a pesar de la frialdad que me caracteriza, toqué su piel y me fundí en ella. Que ganas de besarla, que ganas de que no estuviera experimentando uno de los dolores más fuertes de su vida. Pero está sucediendo y sé que ella es más valiente que lo que yo he sido en toda mi vida. “Del 1 al 10 ¿cuánto te duele?”, le pregunto. Ella me responde que un 9. Estoy segura que debe sentirse como un 10.
Pasan 20 minutos para mí, 2 horas para ella. De la nada me dice “ya paró” y su rostro cambia drásticamente. Se sienta en la cama y vuelve a afirmar “no tengo contracciones”. Se dirige con rapidez al baño y yo voy tras de ella, con pasos torpes y dudosos. Se sienta en la taza del baño y espera a que baje. Yo me siento en la posición del indio en el marco de la puerta del baño. Ella de la nada me dice “Mira, ahí el hueon rompió la puerta”. Inclino la cabeza hacia arriba y lo veo. En el costado derecho hay un puño marcado. Hecho con rabia y cobardía masculina, pienso de inmediato. Pero después me detengo y reflexiono que en este mismo lugar donde ahora ella está esperando que resulte su aborto, días antes se encerró pensando que Javier la iba a matar.
Se abre la puerta y entra Catalina con los remedios en la mano. Ya era tarde. Seguíamos esperando que bajara la sangre. “Mide 5 milímetros”, dice la Amanda. Está preocupada y nos pregunta qué sucede si es que no aborta. Le decimos que este método es 99% efectivo. Pero sólo se tranquiliza cuando Catalina, quien también abortó, le cuenta su experiencia.
Pasan 10 minutos y confirmamos que el aborto resultó. Las tres suspiramos al mismo tiempo. Desde mi llegada a ese departamento, nunca había visto a la Amanda con una expresión de tranquilidad. Por fin era libre.
Para ella, su relación con Javier está muerta. No quiere volver. Lo ha bloqueado de todas las redes sociales. Aun así, su ex novio ha insistido en ir a su departamento, pero los conserjes, quienes ya lo conocen pues fueron ellos quienes asistieron a Amanda cuando fue brutalmente golpeada, lo echan del edificio.
Son las dos de la mañana y pedimos un Uber para irnos. Nos abrazamos y nos prometemos juntarnos cuando ella esté mejor.
Apoyo mi cabeza en la ventana del auto. Observo las luces del centro de Santiago y sólo puedo imaginar a Amanda andando en bicicleta por los senderos polvorientos y pedegrosos de Los Ángeles. “Chiquillas, nosotras tenemos oportunidades, hay que ponerle bueno”, nos dijo con alegría cuando hablábamos de la vida de nuestras madres y la maternidad obligatoria.
Miro los edificio pobres y las ventanas de luces encendidas. ¿Cuántas mujeres pasarán lo mismo?, me pregunto.
“Soy afortunada”, pienso mientras me quedo dormida.
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